-Anoche soñé -anunció Elvex tranquilamente.
Susan Calvin no replicó, pero su rostro arrugado, envejecido por la sabiduría y la experiencia, pareció sufrir un estremecimiento microscópico.
-¿Ha oído esto? -preguntó Linda Rash, nerviosa-. Ya se lo dije.
Era joven, menuda y de pelo oscuro. Su mano derecha se abría y se cerraba una y otra vez.
Calvin asintió y ordenó a media voz:
-Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás, hasta que te llamemos por tu nombre.
No hubo respuesta. El robot siguió sentado como si estuviera hecho de una sola pieza de metal y así se quedaría hasta que oyera su nombre otra vez.
-¿Cuál es tu código de entrada en la computadora, doctora Rash? -preguntó Calvin-. O márcalo tú misma, si esto te tranquiliza. Quiero inspeccionar el diseño del cerebro positrónico.
Las manos de Linda se enredaron un instante sobre las teclas. Borró el proceso y volvió a empezar. El delicado diseño apareció en la pantalla.
-Permíteme, por favor -solicitó Calvin-, manipular tu computadora.
Le concedió el permiso con un gesto, sin palabras. Naturalmente. ¿Qué podía hacer Linda, una inexperta robopsicóloga recién estrenada, frente a la Leyenda Viviente?
Susan Calvin estudió con lentitud la pantalla, moviéndola de un lado a otro y de arriba abajo, marcando de pronto una combinación clave, tan de prisa, que Linda no vio lo que había hecho, pero el diseño desplegó un nuevo detalle y, el conjunto, había sido ampliado. Continuó, atrás y adelante, tocando las teclas con sus dedos nudosos.